Los libros, que se gastan como todas las cosas,
son a veces un dolmen que duerme en el silencio.
Nuestra acidia se impone mucho, nuestro desgano,
y nuestras bibliotecas juntan polvo, clementes.
Es más claro el instante, nos decimos, más nítido
y más concreto; es algo que tiene su contorno
y su sabor, y nadie se olvida de vivir
sino que damos cada paso con cuerpo y alma.
Pero al cabo, qué queda: las horas son arena
que se escurre en un duro reloj e inapelable.
Mientras tanto los libros guardan con mansedumbre
todo el dulce misterio que es anotar la vida.
(La vida hecha palabras, la vida que se dio
a fijar en la piedra del texto lo fugaz.)
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